Ayer tuvimos la segunda reunión de consejo de blank page. Los reunidos fuimos René, Sam y yo. Sam es nuestro consejero, y como le tenemos en la más alta de las estimas, nos motiva a llegar con resultados a nuestra reunión mensual.

Blank Page tiene una historia muy peculiar. Estoy viendo cómo se teje una leyenda, porque suceden cosas muy sutiles en la biografía vital del proyecto que enlazan el trabajo con la amistad y la espiritualidad, y a veces me veo tentado a escribir acerca de ello, pero pienso “la leyenda aún no está completa, no hemos llegado a nuestro destino todavía”. Hay literalmente tanto material narrativo que se podría escribir una novela, sólo que la novela aún no tendría final.

Pero esto provoca el mismo efecto narrativo que percibo en mis caminatas: puedo caminar durante días en la más absoluta de las carencias, en el terreno más agreste, bajo el sol más castigador y sufriendo una soledad absoluta, simplemente porque la caminata es un marco más grande que el día a día. El sufrimiento me purifica y le da significado al camino.

El último tramo de la Vía de la Plata fue particularmente miserable. Lo hice por tramos, tomando semanas de vacaciones mientras trabajaba de tiempo completo, y este último tramo fue muy solitario y con mal clima. Estaba a unos cinco kilómetros de Santiago, y llovía a cántaros. Estaba muy justo de tiempo, pues mi tren salía en dos horas, así que no podía esperar a que pasara la lluvia.

Era noviembre y hacía frío. El agua ya se me había colado por debajo de la chamarra, y resolví desistir de intentar protegerme de la lluvia, pues para fines prácticos estaba más húmedo con la chamarra encima que sin ella. Me metí en un bar, pedí un café con leche y pregunté dónde estaba el baño. “Pero si vienes empapado!” me dijo la dependienta. Las señoras gallegas son madres sustitutas de todos sus párrocos—“No puedes seguir caminando así, vete a cambiar”.

—“No tengo otra opción”, dije, “mi tren sale en dos horas”
—“Ay hijo, no hace falta sufrir tanto, te pido un taxi”
—“No puedo arruinar el final”.
—“Ay hijo, aunque sea ponte un plástico”.
—“Tendrá una bolsa de basura?”.
—“Sí, déjame ver…”.

Se metió a la cocina y salió con una bolsa grande. Sacó unas tijeras y me fabricó una camisa de plástico. Me tomé el café de a full, me puse la camisa, y tanto la señora como los párrocos aprobaron. “Suerte, muchacho, apresúrate”, me dijeron. Me deshice en agradecimiento, y seguí mi camino con un brío desconocido para mí.

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La gente en Santiago me veía y sentía frío ajeno. Los gallegos parecen ser gente muy empática, pues numerosas veces vi cómo la gente se frotaba los brazos como calentándose por mi, pero yo ya estaba feliz y caliente por dentro. Apenas dio tiempo de pasar a tomarme una foto frente a la catedral, y luego corrí a la estación de trenes. Llegué al andén con sólo cinco minutos de antelación. Terminé de secarme en el tren.

El sufrimiento de este último tramo contrasta con el gesto de la señora de tal manera que se me acomodó en la memoria como un ángel. No fue la camisa improvisada lo que me redimió, fue su cariño y consternación al ver a un muchacho empapado y derrotado llegar a su bar.

Sin la carencia y el sufrimiento, los gestos de generosidad y compasión pasan desapercibidos. La luz es luz porque hay sombra. Sólo hay redención cuando hay pecado. Vivir únicamente lo positivo es vivir una vida sacarina, hay que darle la bienvenida a lo negativo como algo que nos otorga profundidad.

¡Qué hermoso es vivir!